asconian's blog

Historia parcialmente real

El Príncipe en el Tatami

Aquella mañana intentaba prepararme para mi clase de grappling, en el gimnasio como un día cualquiera. No iba a ser una clase más.  Había entrado en el tatami el “príncipe”. Así lo llamaba yo en secreto. No solo porque fuese un caramelo de hombre en la plenitud de su vida, sino porque cada vez que Jorge llegaba el gym, y bajaba de la moto, vestido de cuero negro, parecía una visión salida de un sueño.

El rugido del motor se apagaba, él se quitaba el casco, sacudía el cabello negro corto, sonreía, y entonces esos ojos verdes encendían el aire como relámpagos suaves. El gimnasio entero parecía detenerse. Lo bauticé así, el Príncipe, porque lo tenía absolutamente todo.

Lo observaba siempre desde lejos. Su figura en el vestuario era inolvidable: músculos cincelados, torso esculpido con una perfección casi irreal. Cuando salía de la ducha con la toalla ceñida a la cintura, parecía un ángel travieso reencarnado en un hombre de carne y hueso. Una mezcla entre actor de cine erótico y protagonista de una versión italiana y aún más sensual de Sombras de Grey. Todo en él estaba pensado para fascinar.

Jamás había coincidido conmigo en el tatami. Había entrenado con otros, había brillado en sus combates, pero nunca —nunca— se había fijado en mí para luchar. Hasta aquel día.

La clase comenzó como siempre. Todos buscaron a sus compañeros y, como tantas veces, quedé solo. Fue entonces cuando al levantar la vista lo vi: él también estaba libre. El Príncipe. Me miró con una calma irresistible, sostuvo mis ojos con los suyos y sonrió. Sentí que se me aflojaban las piernas. Caminó hacia mí con un gesto amable, casi humilde, y dijo:

—¿Entrenamos juntos?

Apenas pude articular palabra; mi corazón latía desbocado.

Comenzamos con los ejercicios. Movimientos repetidos, secuencias básicas, entradas y escapes. Fueron cuarenta y cinco minutos en los que cada roce parecía encenderme desde dentro. Sus brazos me rodeaban con firmeza, sus hombros rozaban mi pecho, y cada vez que me corregía la postura con sus manos fuertes y cálidas, un escalofrío me recorría la espalda. El tatami se había transformado en un escenario privado, solo para él y para mí.

Y entonces llegó el momento de la lucha libre. Ahí no había guion, ni movimientos pautados: solo instinto, fuerza y resistencia. Nos inclinamos, nos dimos la mano, y de pronto estábamos los dos midiendo distancias, respiraciones, latidos.

Yo avancé primero, intentando desequilibrarlo, pero fue como chocar contra un muro. Con un gesto rápido me rodeó con sus brazos, y en un abrir y cerrar de ojos me llevó al suelo. El impacto fue suave pero implacable: había decidido que cayera, y así fue.

Intenté cerrarle el paso, atraparlo con mis piernas para contenerlo, pero su cuerpo se deslizó sobre el mío como una ola pesada, aplastándome contra el tatami. Su pecho se pegó al mío, su cadera hundió todo su peso, y yo respiraba agitado bajo la presión, como si un dios de mármol me hubiera escogido para probar su fuerza.

Quise girar, escapar por un lado, pero me bloqueó con el hombro, obligándome a volver la cabeza, dejándome sin salida. Cada intento mío era anticipado, neutralizado, convertido en nada. Él me dejaba un resquicio, apenas un hueco, lo suficiente para que creyera que podía huir… y cuando lo intentaba, me atrapaba de nuevo con una elegancia cruel.

En un instante conseguí apartarlo, girar con todas mis fuerzas y casi darle la vuelta. Mi corazón explotaba de emoción: por un segundo creí que lo tenía. Pero su reacción fue fulminante: un simple movimiento de cadera, un giro seco, y volvió a quedar encima de mí, sujetándome con la misma firmeza serena de antes. Sus ojos verdes brillaban a centímetros de los míos, clavados en los míos como si le divirtiera el juego.

El sudor caía de su frente, resbalando hasta rozar mi cuello. Su respiración era tranquila, la mía desbocada. Me inmovilizó con facilidad: un brazo suyo atrapaba el mío, su torso me aplastaba contra el suelo, y yo comprendí que ya no había nada que hacer.

Y sin embargo, no quería hacer nada. Perder contra él era ganar. Estar bajo su control, sentir su fuerza, su calor, el ritmo de su cuerpo sobre el mío, era como vivir un sueño prohibido.

El gimnasio entero desapareció. Los demás se desvanecieron. Solo quedábamos nosotros, hombre contra hombre, músculo contra músculo, respiración contra respiración. Mi entrepierna comenzaba a estar insoportablemente dura.

Perder contra él fue la victoria más dulce de mi vida. A costa de que mi entrepierna insistiese en alterarse de forma escandalosa.

La clase terminó. El instructor dio la orden de recoger y las voces del resto volvieron a llenar el aire, como si el mundo despertara tras un largo silencio. Me levanté aún aturdido, con el corazón golpeando dentro del pecho, y lo vi sonreírme de nuevo antes de apartarse.

En el vestuario, mientras me cambiaba, lo escuché reír con alguien. Su voz era grave, melodiosa, imposible de ignorar. Me atreví a mirarlo de reojo: estaba de pie frente al espejo, secándose el cabello, y por un instante nuestras miradas volvieron a cruzarse. Fue apenas un segundo, pero suficiente para hacerme temblar de nuevo.

Su sonrisa se dibujó despacio, como si supiera exactamente el efecto que producía en mí.

Salí del gimnasio con la sensación de que algo había cambiado para siempre. Y mientras la noche caía sobre la ciudad, solo podía repetirme una cosa: aquel no sería el último capítulo con el Príncipe. Era apenas el comienzo.

La clase terminó y él fue quien dio el paso:

Ven, te llevo en la moto.

El rugido del motor rompió el silencio de la tarde. Subí detrás de él, abrazando su cuerpo. Mis brazos rodearon su torso, mis manos rozaron sus pectorales duros, su abdomen firme. Mi pecho se pegó a su espalda y sentí cómo mi corazón latía desesperado, como si quisiera salirse y entregarse directamente a él. Otra vez mi “bestia” crecía debajo de mis vaqueros.

Nos internamos en un bosque. El aire era más fresco, el olor a tierra húmeda lo impregnaba todo. Aparcó la moto junto a un río que corría tranquilo, y antes de que yo pudiera decir nada, volvió a acercarse. Me empujó juguetonamente hacia atrás, como retomando la lucha, y la chispa volvió a encenderse. Mi cuerpo reaccionó de nuevo, con la misma fuerza que en el tatami.

Esta vez Jorge no se contuvo. Sin decir palabra, se desnudó con naturalidad y entró al agua, como un dios tallado en mármol vivo. Su anatomía me dejó sin aire: cada músculo parecía esculpido, cada línea de su cuerpo brillaba bajo la luz temblorosa del río. Yo dudé en ponerme de pie, temeroso de que mi excitación quedara demasiado expuesta. Así que, vencido por el deseo y la necesidad de esconder mi pudor, lo seguí al agua.

El agua fría me envolvió, pero no apagó nada. Al contrario: intensificó cada roce, cada contacto. Volvimos a luchar, ahora piel contra piel, humedad contra humedad. El desliz de su torso contra el mío, el choque de nuestras piernas bajo el agua, era un tormento delicioso.

Y entonces lo sentí. Su erección también estaba allí, tan inevitable como la mía.

Jorge se detuvo un instante, me sujetó del cuello y, mirándome a los ojos, habló por primera vez de lo que hasta entonces había sido silencio:

Lo supe en el gimnasio… lo noté cuando entrenamos. No eres el único.

La confesión me atravesó como un relámpago. Ya no había dudas, ya no había máscaras. Éramos dos hombres rendidos al mismo fuego.

Seguimos jugando en el agua, con abrazos que eran agarres, con caricias disfrazadas de empujones. Hasta que, finalmente, la orilla nos reclamó. Salimos del río, desprovistos ya de todo: sin ropa, sin secretos, sin barreras.

El Lobo Alfa

La hierba húmeda crujía bajo nosotros. La lucha ya no tenía reglas: era puro instinto, jadeo contra jadeo, fuerza contra fuerza. Jorge me tenía atrapado, su cuerpo encima del mío, su respiración caliente chocando contra mi rostro. En un intento desesperado por zafarme, me moví, pero él me inmovilizó con una destreza brutal, sujetando mis muñecas contra el suelo.

Entonces, con un brillo fiero en los ojos, bajó la cabeza y me susurró al oído:

Ahora eres mi presa.

Me tapó la boca con su mano, firme pero suave, impidiéndome emitir más que un gemido ahogado. Mi corazón se disparó. Jorge sonrió, disfrutando de la dominación, de ese momento en que yo no podía hacer otra cosa que rendirme a su fuerza.

Voy a devorarte poco a poco… —añadió, con una voz grave, y mirada peligrosa, que me recorrió la piel como un escalofrío.

Su boca empezó a recorrerme, lenta, intencionada. Primero mi cuello, donde sus dientes rozaban la piel con un juego entre amenaza y caricia. Luego, su lengua húmeda se deslizó hacia mi oído, lamiéndolo con un susurro ardiente que me hizo perder el control. Cada jadeo mío era un triunfo para él, y él lo sabía.

Escucha… —me dijo al oído—. Cada respiración tuya ahora me pertenece.

Su lengua descendió por mi pecho, recorriendo mis pectorales como si fueran suyos, saboreándolos, marcando el territorio. Luego siguió bajando, rozando mi abdomen con lentitud, provocando un incendio de lava, en cada centímetro que recorría. Yo intentaba contener el temblor, pero él se deleitaba en hacerlo más intenso, en convertirme en su campo de batalla y de placer.

Intenté girarme, pero Jorge, con una fuerza salvaje, me volvió a clavar al suelo. Su pecho duro contra el mío, sus caderas empujando las mías con firmeza.  Los penes se buscaban endurecidos como rocas. El roce era insoportable, un choque rítmico que me arrancaba jadeos cada vez más desesperados.

Él me miraba fijamente, como un lobo que domina a su presa. Y en ese instante supe que no había escapatoria, ni la quería. Era suyo, por completo.

No te resistas —susurró, rozando su lengua otra vez por mi cuello—. Esta noche serás mío hasta el final.

La lucha se volvió más salvaje y más sensual al mismo tiempo: abrazos que parecían cadenas, caricias que eran garras suaves, jadeos que resonaban como rugidos de dos animales en plena entrega.

Cuando sus labios finalmente buscaron los míos, fue como si el mundo estallara. El beso fue brutal, posesivo, húmedo, desesperado. Sus manos me apretaban, su cuerpo me envolvía. La luna, el río, la hierba: todo fue testigo de cómo Jorge, el Príncipe, el Alfa, me devoraba poco a poco, hasta hacerme suyo por completo. Hasta el clímax húmedo final.

No había victoria ni derrota. Solo una rendición mutua, ardiente, inevitable. En esa orilla del río comprendí que nunca volvería a ser el mismo: el lobo había encontrado a su presa, y yo había encontrado mi destino en sus brazos

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Last edited on 10/04/2025 12:22 PM by asconian; 0 comment(s)
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Taking up Jiu-Jitsu at a mature age seemed like a brilliant idea. I wanted a challenge that would push me physically, something that would prove to myself that age doesn’t have to mean resignation. And in truth, my body has been coping surprisingly well with the demands of training. But what I didn’t expect was that the real difficulty would come less from the techniques on the mat, and more from the perceptions, attitudes, and subtle barriers of those around me.

Here are five reasons why what I thought would be a good idea hasn’t quite worked out the way I imagined:

1. Integration into the group

I pictured the mat as an equalizing space, where strength, respect, and technique mattered more than age. But in practice, I find myself left out. Younger partners rarely want to roll with me — whether out of fear of injuring me, a belief that I’m not skilled enough, or simply a lack of confidence in training with someone older. I wanted to be a teammate like any other; what they seem to see is an outsider.

2. The teacher’s attitude

I assumed my instructor would appreciate my determination — that he’d view me as someone persevering despite age. Instead, the attention goes to the talented competitors, the ones with potential for medals. With me, it feels like he’s fulfilling an obligation: giving instructions but not investing real interest. I wanted to be taken seriously; what I sense is that I’m merely tolerated as a latecomer.

3. Socializing beyond the techniques

I believed that a shared passion would bridge generational gaps. I’ve tried to talk, to join in, to break through. But camaraderie doesn’t come. Conversations skip past me; the group has its own rhythm, its own language, and I remain at the margins. What I wanted was connection; what they seem to think is that we have nothing in common.

4. The role of age on the mat

When I joined, I told myself: If my body can handle it, age doesn’t matter. But age is the very first thing people notice. Not because I’m weak, but because of what I symbolize to them. Sometimes it even comes dressed up in “affectionate” irony: being called grandpa, daddy, or abuelo as though it were just a joke. But beneath the joke lies a clear message: that I don’t belong here, that this isn’t my space, that my generation should be doing something else. I wanted to be seen as an equal; instead, I’m met with a form of age-bashing disguised as friendliness, a fragility I don’t actually feel.

5. Expectation versus reality

At first, Jiu-Jitsu seemed like a source of motivation, something that would remind me it’s never too late. But instead of motivation, I often face barriers: a sense of distance, a lack of recognition, and a quiet exclusion that wears you down. What I wanted was to show that discipline and perseverance are ageless; what I run into is the reality that others don’t always let you prove it.

A reason to persevere, despite everything

And yet, above the discomfort of aging, above the subtle exclusion and the misplaced irony, there is one reason strong enough to keep going: because Jiu-Jitsu is not really about how others see me, but about how I choose to see myself. On the mat, each time I endure, each time I learn, each time I refuse to give up, I reclaim strength, dignity, and freedom. That is reason enough to persevere.

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Last edited on 9/30/2025 7:49 PM by asconian; 13 comment(s)
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El calor de aquella tarde de agosto era insoportable. No llevaba camiseta, solo unos vaqueros, y aun así, el bochorno hacía que mi piel estuviera sudorosa.

Esperaba a Adrián, un albañil, que venía a terminar unos trabajos en casa. Cuando llegó, apenas había entrado cuando se pasó la mano por la frente y resopló. Los dos eramos jovenes. Casi de la misma edad.

Joder, qué calor… ¿Te importa si me saco la camiseta? Dice Adrian

Hazlo, no quiero que te desmayes antes de terminar el trabajo. 

Sonrió y se la quitó. Cuando lo vi bien, me llevé una sorpresa. Adrián tenía un torso y brazos musculosos, trabajado, con una definición que solo se logra con esfuerzo constante. Me recordó a mí mismo, pero con un aire más rudo, y más callejero.

Deberíamos de tener más o menos la misma edad, pero de repente levantó dos sacos de cemento con las manos sin inmutarse. Y pensé sin duda que era un puro macho alfa: „Esos no son esteroides es fuerza bruta“; de repente comencé a sentirme más y más excitado por los movimientos de Adrián; haciendo el trabajo comenzaba a sudar. Un tattoo en su pecho y su pelo corte militar lo hacían devastadoramente sexy. 

Rudo como los albañiles de las pelis porno. La piel comenzaba a brillar iluminada como si fuese un dios griego.

Saqué mi camiseta porque también tenía mucho calor y él me contempló sonrío y se dirigió a mí. 

Se nota que entrenas —comentó, mirándome de reojo—. Pero dime, que practicas

-Jiu Jitsu, y no soy demasiado malo le dije

Adrián me miró con una sonrisa ladeada.

No necesito gimnasio. Nadie me ganaría en una pelea. Quien lo intenta en la obra, termina comiendo el suelo. 

¿Desafío?.¿Tendría técnica o solo fuerza? La curiosidad se apoderó de mí

Suena como alguien que no ha peleado con el oponente adecuado. Le dije con chulería. Mi cuerpo pedía bulla.

Él se cruzó de brazos, desafiándome.

—¿Eso crees? Tu lo dudo

Era una declaración de guerra. Era muy chulo.

Adrián dudó un instante. Si aceptaba y ganaba con facilidad, Frank quedaría humillado. Y si eso pasaba, ¿qué diría la gente? ¿Qué diría su jefe? ¿Qué pasaría con su trabajo? No podía arriesgar su estabilidad por una simple provocación.

Pero insistí. Y lo hice con una mirada que no era la de un tipo imprudente ni fanfarrón. Era la de alguien que realmente quería testar mis límites fuera del gym en un entorno real. Adrián dudó por un momento.

No sé si sea buena idea.

—¿Tienes miedo?, dije?

Eso lo encendió.

coño no quiero humillarte. 

-No te cortes “chupa andamios”, le dije.

Sonrió 

-Te vas a arrepentir. Sin jiu jitsu ni pollas. Puso unos ojos peligrosos, y una sonrisa retadora.

Sin más aviso, intentó sorprenderme con un empujón, pero lo esquivé y le barrí las piernas. No cayó, sino que rodó sobre el sofá y usó el impulso para lanzarse sobre mí. Rodamos juntos, cayendo sobre los cojines, forcejeando por la ventaja.

No está mal… —gruñó, intentando bloquearme.

Nos revolcamos por el sofá hasta que él logró levantarme y empujarme contra la pared. Su pecho fuerte se pegó al mío, y por un segundo nos quedamos así, jadeando. Luego reaccioné y me liberé con un giro de cadera, derribándolo sobre la mesa de centro.

Pero Adrián no cedió. Se recuperó de inmediato y me atrapó en un agarre feroz, intentando arrastrarme al suelo. La lucha se volvió más caótica. Rodamos por la alfombra, golpeando muebles sin importarnos nada. El sudor hacía que nuestros cuerpos resbalaran, pero ninguno soltaba al otro. Como dos perros embravecidos peleando por un hueso. 

No te lo voy a poner fácil —gruñí entre dientes, con su brazo intentando rodear mi cuello.

Ni yo a ti

Durante largos minutos, la pelea se convirtió en un combate de pura resistencia. Golpes, llaves, forcejeos. Cada uno intentaba dominar al otro, pero la energía comenzaba a agotarse.

Finalmente, después de un forcejeo brutal, nos separamos, cayendo de espaldas sobre la alfombra, respirando con dificultad. Permanecimos ahí unos segundos, el techo girando sobre nuestras cabezas.

Dame un minuto… —murmuró Adrián, pasándose la mano por el rostro sudoroso.

Me reí, aún sin aliento, y me incorporé lentamente.

Agua —dije, señalando la mesa con la cabeza.

Él asintió, arrastrándose hasta alcanzar una botella de agua. Me lanzó una y bebimos en silencio, sentados en el suelo, con los músculos aún tensos por el esfuerzo. El descanso apenas duró un par de minutos.

Adrián se limpió la boca con el antebrazo y sonrió.

Bien… segunda ronda. Te voy a reventar

-De momento eres poco tío; lo provoqué.

Me abalanzó la botella vacía, obligándome a esquivarla, y en el instante en que bajé la guardia, ya estaba sobre mí. Rodamos nuevamente, golpeando una silla, derribando una lámpara. Nos abrimos paso a empujones hasta la cocina, chocando contra el fregadero. Me empujó contra la encimera y trató de doblarme el brazo, pero giré y lo hice chocar de espaldas contra la nevera.

Adrián gruñó, pero usó la puerta del refrigerador para impulsarse y atraparme en una llave de piernas. Rodamos por el suelo de la cocina, resbalando con el sudor. De alguna manera, terminamos derribando la mesa, cubiertos de botellas y cubiertos caídos.

Maldita sea… —murmuré, apoyándome en mis manos para incorporarme.

Adrián resopló, dándose la vuelta para quedar boca arriba.

—¿Otra pausa?

Nos quedamos tendidos en el suelo, respirando pesadamente.

Solo un minuto —respondí.

Esta vez no hubo agua, solo silencio y el sonido de nuestras respiraciones agitadas. Pero el instinto competitivo seguía encendido.

De repente, ambos nos movimos al mismo tiempo. Éramos dos alfas, y uno sobraba.

El choque fue brutal. Gemidos y jadeos. Estabamos al limite. Pero nadie se iba a rendir. Salimos rodando de la cocina y terminamos en el pasillo, chocando contra la pared, forcejeando en un espacio estrecho. Nos golpeamos contra los marcos de las puertas, nos derribamos mutuamente sobre el sofá, nos levantamos, seguimos peleando. Cuerpo a cuerpo, músculo, músculo, brazos y piernas, que se enredan para destrozarse uno a otro. Y ninguno iba a perder; dos egos dominantes chocaban en aquella tarde de verano, y saltaban chispas con cada contacto.

Finalmente, terminamos en la terraza trasera.

Adrián intentó un último derribo, pero me aferré a su cintura, giré y caímos juntos sobre el césped húmedo. Nos inmovilizamos el uno al otro, ninguno dispuesto a soltar. Nuestros cuellos agarrados. 

-Ríndete cabrón, le grito apretando su cuello. 

Adrian aprieta el de mío. 

-Nunca. Te rindes o te parto el cuello.

Unos minutos, agarrados como cobras. Ninguno se movía. Solo se escuchaban los jadeos y gruñidos. 

Hasta que los músculos se negaron a seguir.

Mierda… —resopló Adrián. Palmeó. 

Y dejó escapar una carcajada baja.

Sí… esta vez, ganas. Pero esto no se queda así

-Cuando quieras…campeón. 

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Last edited on 9/23/2025 7:39 AM by asconian; 9 comment(s)
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La guerra había terminado, pero no las cuentas pendientes. En el campo de prisioneros americano, bajo la rutina fría y silenciosa, Jimmy reconoció a Kurtz desde el primer día. Era él: el alemán del granero, el que casi lo mata… y el que, por un extraño motivo, decidió dejarlo con vida. Era su prisionero, el su amo.

Se miraban de reojo en los trabajos, en la fila de la comida, en los recuentos. Ninguno decía nada, pero el recuerdo ardía por dentro. Hasta que una noche, mientras el campo dormía, Jimmy se acercó al barracón más alejado. Golpeó la puerta con los nudillos.

Kurtz salió, serio, la sombra de la luna marcando sus cicatrices. Se quedaron frente a frente, en silencio, hasta que Jimmy habló con voz ronca:

—¿Por qué no me mataste?

El alemán lo sostuvo con la mirada, sin parpadear.

Porque no soy una bestia. Porque luchabas como un hombre. Como yo.

Jimmy apretó los puños.

No lo olvides: eras un nazi.

Y tú un soldado americano. Los dos peleábamos por lo que nos dijeron que debíamos defender. Nada más.

El silencio se volvió insoportable. Jimmy dio un paso al frente.

Necesito terminar lo que empezamos y reventarte a hostias.

-Te machaqué y puedo hacerlo de nuevo. Pero eres el amo ahora dice el alemán

-No hay huevos? dice Jimmy sacándose los galones

Kurtz alzó apenas la barbilla, con una media sonrisa cansada.

Entonces, adelante.

Se miraron, no con odio, sino macho a macho, con la misma tensión que en el granero. Jimmy se sacó la parte de arriba del uniforme, Kurtz se despojó del traje de prisionero. Quedaron los dos con el pecho desnudo, músculos tensos, sudor perlándoles la piel bajo la luz de la luna, como dos gladiadores listos para la siguiente batalla. 

Kurtz no estaba dispuesto a dejarse vencer, aunque sabía que si lo hacía podía pagar las consecuencias. Jimmy necesitaba la revancha.

Quiero que luches con todo —advirtió, clavándole la mirada—. Como vea que me dejas ganar, te irá muy mal a partir de ahora.

El aire se cargó de electricidad. Ninguno pestañeó.

Y entonces, las hostias comenzaron a sonar detrás del barracón.

Se lanzaron el uno contra el otro sin pensar, sin técnica, solo fuerza y rabia contenida. Puños y codazos chocaban, hombro contra hombro, rodillas contra abdomen. Rodaron por el suelo de tierra, levantando polvo y hojas secas, arañándose, golpeándose con cualquier cosa a mano: un palo caído, un tronco pequeño, piedras.

Jimmy lo empujó contra la pared de un cobertizo y Kurtz respondió con un rodillazo que lo hizo tambalear. El americano lo derribó, pero Kurtz lo levantó de un tirón, empujándolo contra un árbol. Cada impacto era un choque de torsos, de respiraciones, de voluntad. Se movían rápido, impredecibles, como si la pelea fuera la única forma de comunicarse.

Poco a poco se fueron alejando del barracón, entre la hierba húmeda y los arbustos, hasta adentrarse en el bosque cercano. Allí, entre los troncos y la oscuridad, la pelea continuó: golpes, empujones, rodadas por la tierra y las hojas, cuerpos que chocaban y se levantaban con la misma intensidad. Ninguno cedía; eran dos hombres iguales, fuertes, sudorosos, respirando con fuerza, marcados por los combates pasados.

En un momento, Jimmy lo tenía de espaldas contra un tronco, sujetándolo con los brazos tensos. Kurtz lo giró de golpe y lo lanzó al suelo, cayendo encima de él, respirando en su cara, con los músculos pegados, el calor ardiendo. Jadeos y gruñidos llenaban el aire del bosque.

Fue entonces cuando todo cambió. Kurtz bajó la cabeza y lo besó, primero con violencia, luego con intensidad creciente. Jimmy se quedó rígido un instante, sorprendido, pero pronto devolvió el beso con la misma fuerza. Los dos cuerpos se apretaban, chocaban, se movían al ritmo de la pasión y la rabia contenida.

Se revolcaron por la hierba, los músculos tensos, las manos recorriendo la espalda, los hombros, la cintura. El sudor brillaba en sus torsos desnudos mientras jadeaban y se sujetaban con desesperación, chocando como en la pelea, pero ahora en un choque de deseo. Cada beso era un empujón, cada roce un recordatorio de su fuerza y de la tensión que los unía.

Jimmy lo tumbó sobre la hierba, y Kurtz lo sostuvo firmemente, respondiendo con igual intensidad. El beso del alemán fue el primero, pero Jimmy no se quedó atrás; sus manos recorrían la piel, sus torsos seguían chocando, el calor entre ellos subía con cada instante. Ya no había enemigo, ni campo de prisioneros, ni guerra. Solo dos hombres iguales, fuertes, consumiéndose en un choque de pasión y fuerza, jadeando, mordiendo, abrazándose, entrelazando lucha y deseo en la oscuridad del bosque.

Sus caderas colisionaron una y otra vez a su vez, sus penes endurecidos, ardientes como lava, se frotaban de forma frenética primero entre ellos y después los dos soldados bajaron sus manos hasta masturbarse, en un humedo climax final. Los jadeos se prolongaron durante horas. Había mucha sexualidad reprimida y sin saciar y aquellos bosques iban a ser testigos de dos cuerpos que necesitaban en el medio de tanto horror, encontrarse disfrutarse y explorar todo tipo de experiencias sexuales. La noche era larga nadie los iba a echar de menos.

Y así quedaron, frente a frente, ni vencido ni vencedor, solo dos cuerpos ardientes que se reconocían como iguales, respirando, pegados, conscientes de que la batalla había tomado un giro que ninguno esperaba.

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Last edited on 9/12/2025 5:29 PM by asconian; 4 comment(s)
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1944. La aldea francesa estaba en silencio, envuelta en ruinas y humo. Entre paredes derrumbadas y tejados caídos, una vieja casa de piedra y madera se mantenía en pie a duras penas, con un granero anexo que olía a humedad y paja vieja. Allí, bajo la luz fría de la luna que se colaba por las rendijas, dos sombras se encontraron cara a cara. 

Jimmy, un joven americano de rostro endurecido por semanas de batalla, entró con el fusil en las manos, el sudor recorriéndole el cuello. Frente a él, entre tablones rotos y polvo suspendido, estaba Kurtz, un alemán de su misma edad y complexión, igual de atlético, igual de cansado, igual de endurecido por la guerra. Se detuvieron, mirándose con un odio visceral, como si el destino hubiera decidido que solo uno saldría de allí.

Ambos alzaron las armas. Jimmy apretó el gatillo… clic. El fusil se encasquilló. Un silencio denso llenó la estancia.

Respirando con furia, Jimmy cerró los ojos y gruñó:

Dispara, cabrón… hazlo rápido.

Kurtz no lo hizo. Bajó lentamente su arma, estudiando cada movimiento de su enemigo, cada temblor en sus músculos. Y entonces, con voz seca, dijo:

No. Si eres un hombre… esto se resuelve cara a cara. A muerte

Dejó caer el fusil en la paja y dio un paso adelante.

A hostias Sin armas.

Jimmy abrió los ojos, sorprendido, y una sonrisa cargada de rabia y adrenalina cruzó su rostro.

Perfecto… Vamos a ver quién respira al final. Puto nazi

Los dos dejaron sus uniformes a un lado, quedando torso contra torso, piel contra piel, sudor y músculos tensos, dispuestos a destrozarse como animales salvajes.

Se abalanzaron uno contra otro con violencia, hombro contra hombro, rodando sobre la paja. Se golpeaban sin técnica, con codazos descontrolados, puñetazos erráticos, rodillazos al vientre. La paja crujía, el polvo se levantaba en nubes, los tablones del suelo temblaban bajo el peso de sus cuerpos.

Kurtz levantó un tablón roto y lo estampó contra la cadera de Jimmy. El americano respondió agarrando una pala, y azotando con furia, arrancando un gruñido de dolor del alemán. Ambos sangraban ya, cortes superficiales en brazos y hombros, mezclados con el sudor que resbalaba.

—¡Te voy a destrozar! —bufó Jimmy, empujando con el torso pegado.

—¡Aquí se acaba tu guerra! —rugió Kurtz, golpeándole la ceja con un codazo que la abrió en sangre.

Rodaron contra una mesa destartalada, que se vino abajo con un estruendo. Se enzarzaron encima de los restos, chocando como perros rabiosos. Jimmy le mordió el hombro; Kurtz respondió con un cabezazo que le rompió la nariz, arrancando un chorro de sangre. Jadeaban, gruñían, se insultaban entre golpes.

—¡Hijo de puta, de aquí no sales vivo!

—¡Cabrón, te voy a borrar la cara a hostias!

Se estrellaron contra una silla, que se astilló bajo su peso. Luego rodaron hasta chocar contra un saco de grano, que Jimmy alzó con furia y estampó en el torso de Kurtz, tumbándolo unos segundos. Pero el alemán, furioso, lo atrapó de la pierna y lo arrastró abajo, los dos cayendo otra vez sobre la paja, pegados, los músculos en tensión, las respiraciones entrecortadas.

Se apretaron por el cuello, como osos enfurecidos, forcejeando por estrangularse. Jimmy rugía, intentando ahogar al alemán. Kurtz, a punto de ceder, reunió fuerzas y le clavó un rodillazo en el costado. Los dos rodaron hasta un rincón, derribando un pequeño armario que se vino abajo en una lluvia de astillas.

Con rabia pura, Kurtz estampó a Jimmy contra la pared, apretándolo del cuello. Jimmy golpeaba con los codos, desesperado por aire, mientras la sangre corría por su frente y torso. 

Avanzaron de nuevo por pasillos, por la cocina hecha un caos: sillas rotas, platos destrozados, una jarra caída cuyas astillas les punzaban la piel. Jimmy arrancó una cadena de una pared y la agitó como un látigo; Kurtz respondió con un trozo de barra metálica, y los golpes se repartieron por brazos y costillas, por piernas y hombros. Repartían y recibían, sin pulso ni medida, improvisando con todo lo que encontraban: una maceta convertida en masa, una tabla afilada que arañó la carne hasta abrir cortes que ardían pero no frenaban el combate.

Se incorporaron a trompicones, se lanzaron hacia el granero, al montón de paja, donde la lucha tomó la forma más cruda: dos cuerpos que se enrollaban y desenrollaban, torsos pegados, manos que buscaban la garganta, uñas que trazaban líneas rojizas en la piel. La paja se pegaba a la sangre y al sudor, formaba un lecho que tragaba movimientos y vomitaba nuevas acometidas.

Allí, sobre la paja, el choque fue de músculo contra músculo, sin otro recurso que la fuerza pura. Jimmy se lanzó encima de Kurtz y lo aplastó con todo su peso; Kurtz, con un impulso animal, lo volteó y clavó la rodilla en su espalda. Empujaban, tiraban, forcejeaban como dos leones a golpes por un hueso. El polvo volaba, la respiración era un ronquido agudo, los gemidos se mezclaban con insultos y promesas de muerte.

Salieron al patio, rodaron sobre piedra y tierra, rebotaron contra una carreta caída y un barril. Jimmy lanzó una piedra que rozó la nuca de Kurtz; el alemán respondió con un puñetazo que rompió la respiración del americano por un momento. Volvieron a la cocina, tropezaron con un pequeño vestíbulo donde una foto de familia rota quedó cubierta por sangre y paja mientras sus manos siguieron buscando la carne del otro sin detenerse.

La pelea se alargó hasta que la fatiga empezó a hablar por sí sola: los puños ya no golpeaban con la misma precisión, las piernas flaqueaban, la respiración se convertía en una sucesión de bocanadas rápidas. Pero la intención no aflojaba. Cada uno exprimía lo que le quedaba hasta que, tras una hora que se sintió interminable, Kurtz consiguió una posición dominante en la que pudo aplicar todo su peso sobre Jimmy.

Lo aplastó contra el suelo de piedra con las manos en el cuello, sujetando firme, firme, como quien intenta apagar un fuego. Jimmy pataleó con los últimos rescoldos de rabia, golpeando el costado del alemán, arañando, buscando un hueco para respirar. Sus manos se cerraron y aflojaron, sus ojos se abrieron y se nublaron, los pulmones ya no respondían con facilidad.

Kurtz mantuvo la presión, esperando a que todo terminara. Vio cómo el cuerpo de Jimmy se iba relajando, cómo los ojos perdían el brillo. Luego inclinó la cabeza y, por instinto más que por cálculo, puso dos dedos sobre la yugular del hombre a sus pies.

Sintió un pulso. Débil, irregular, pero vivo. No era un nazi. Solo reclutado por un régimen de mierda, y luchando solo por sobrevivir. 

Se quedó un instante inmóvil, los dedos todavía notando la pulsación tibia. A su alrededor, la casa destruida, la paja revuelta, las sillas rotas, las manchas oscuras en la madera que contaban el combate. 

Podría acabarlo allí mismo, romperle el cuello, con un disparo rápido, un remate frío que cerrase el círculo sin dejar preguntas. El fusil yacía a pocos pasos, tierra y astillas rodeándolo. 

Kurtz respiró hondo. Miró a Jimmy —el rostro deshecho, la sangre seca y reciente, el pecho que subía y bajaba en respiraciones cortas— y en esa mirada hubo, por un segundo, un reconocimiento. Aquel hombre había peleado con la misma rabia, con la misma desesperación que él. Había peleado como un hombre que no quería rendirse. No vio en él la figura reducida de un enemigo: vio el reflejo de su propia lucha.

Recogió despacio el fusil. Se lo echó al hombro sin apuntar, como si fuera un gesto mecánico. Se mantuvo un instante más, observando el cuerpo que yacía sin sentido pero vivo, las manos aún llenas de polvo y sangre. Murmuró algo apenas audible, una palabra que se perdió entre las vigas: quizá un “vivo” o quizá un “bien peleado”.

Sin disparar, sin remate, Kurtz dio la espalda y caminó hacia la puerta del granero. Su paso era torpe por el cansancio, estaba destrozado y cojeaba de una pierna, la sombra larga de su figura avanzó hacia la noche. Antes de desaparecer por la oscuridad de la aldea en ruinas, se giró una vez, no para mirar con triunfo, sino con una expresión que no era odio ni alegría: era respeto.

Dentro quedó el silencio. Jimmy yacía vencido, respirando con dificultad, pero su vida se había respetado. El granero, la cocina, la paja revuelta, todo testigo de una pelea sin reglas que había terminado sin sangre añadida por un disparo final. Afuera, la luna continuó su curso, indiferente; dentro, en la noche cerrada, el sonido de la respiración de un hombre que aún vivía marcó el fin de aquello que habían sido minutos de furia.

Cuando el americano se despierta solo puede preguntarse porque lo dejó vivo…

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Last edited on 9/12/2025 11:32 AM by asconian; 2 comment(s)
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